Diario de una sindicalista (4)

 

Este sábado ha sido maravilloso. Por fin logré vencer el miedo al contagio y salir más allá del bulevar que me separa del supermercado, ¡he salido de excursión! Esto os lo tengo que explicar. Veréis, tengo la suerte de que, muy cerquita de casa, hay espacios naturales preciosos, verdes, con flores y, sobre todo, con muy pocas personas con las que interactuar y a las que poner en riesgo. Así que, mochila en ristre, volví a pasear el barranco que dibuja el río y, siguiendo su rumor, llegué al pie de una chorrera. Allí, fascinada por la paz y cierta “normalidad”, me quedé atrapada por las nubes, el agua, los pájaros…mientras mi pensamiento volaba lejos.

Mi cabeza me llevó dos meses y medio atrás, al inicio del confinamiento en la casa y la necesidad de salir estrictamente lo necesario, desde el convencimiento de que todos y todas teníamos la responsabilidad de detener el avance de la pandemia. Regresé a las cifras y curvas, a los aplausos y reconocimientos, a las culpas y ataques, a los recuentos y al espanto. Lloré, allí, en esa calma, en ese lugar tan bello. Lágrimas de incredulidad, de sorpresa por estar y sentirme viva; por mi tía Eugenia que se ha ido sin una despedida, ella, mi tía, que para las estadísticas es una de las más de 27.000 personas fallecidas; lloré por mi compañera Yolanda, médico de atención primaria y sindicalista, que no dudó ni un segundo en salir a salvar vidas, cuantas más mejor; lágrimas al recordar las palabras que me regaló, que hablaban del esfuerzo que el personal sanitario ha desplegado para protegernos, de las vidas perdidas en el intento; las lágrimas brotaron por la pena de ver cómo aún hay personas que se muestran como si esto no les afectara. Su egoísmo hace que me sienta frágil, vulnerable, temerosa de cruzarme con alguien que piense así.

Durante los primeros días del Estado de Alarma, se determinó que todo el personal sanitario quedaba a disposición de los Servicios de Salud, incluyendo a los liberados y liberadas sindicales. Así que, Yolanda reunió a su familia y les dijo que tenía que estar allí, en la primera línea, porque su deber es salvar vidas. Pero claro, no podía dejar de lado que su exposición al virus también ponía en riesgo a su familia, así que propuso salir del domicilio, aislarse para garantizar su seguridad. ¿Sabéis cuál fue su respuesta? Dijeron que adelante, que sabían de sobra que este momento llegaría porque la conocen, han crecido con su compromiso con la medicina, pero que por nada del mundo iban a permitir que lo hiciera sola. Por algo son una familia, que está para las cosas bonitas y para las que no lo son tanto. Así que, se incorporó a su centro de salud para hacer lo que ella siempre quiso, curar, sanar, mejorar la vida de sus pacientes. En algunos casos lo logró, en otros no hubo tanta suerte.

Ayer volví a esta conversación y pensé que, si tantas familias como la de Yolanda han sido tan generosas al hacer este esfuerzo, ¿cómo es posible que cada día, veamos actitudes que minimizan los efectos que esta pandemia deja tras de sí? Ella ha visto en consulta muchas realidades, tantas que duelen. Yolanda me dijo que, como sociedad, no debemos olvidar la dureza de los momentos vividos, tenemos que aprender que sólo, desde el compromiso individual por el bien común, será posible avanzar.

Hace días que cambiamos de rutina, ya no hay aplausos en los balcones. Pero, aunque esa muestra de reconocimiento colectivo ya forme parte de nuestro recuerdo, no olvidemos que ellos y ellas, con sus batas blancas, seguirán entregando lo mejor de sí mismos.

Por ellas y ellos, por sus familias, no olvidemos.

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